Edgar Allan Poe nunca escribió poesía

Edgar Allan Poe nunca escribió poesía

Imaginemos una tarde sevillana de primavera. La ciudad está inmersa en olor a azahar; una suave brisa acaricia dulcemente los árboles. Muchos peatones han aprovechado para salir a la calle y sumergirse en la vida y costumbres de la capital andaluza. Entre ellos, una mujer de mediana edad, con paso acelerado y propósito resuelto, entra en unos grandes almacenes. Una de sus manos aparece plagada de bolsas del supermercado. En la otra sostiene el móvil por el que habla con su hijo pequeño. De manera apresurada memoriza los nombres que éste le dice y ya una vez dentro de la tienda se dirige a la sección de libros. Atraviesa numerosos estantes repletos, primero el de los diez más vendidos de ese mes, luego una sección de novelas de asesinatos e intrigas, una para adolescentes y otras para niños, etc. Al final, en las últimas estanterías se detiene a contemplar unas cuantas colecciones de libros clásicos. Como buena madre de familia no tiene mucho tiempo libre y por eso prefiere preguntar directamente a una simpática dependienta que acaba de atender a una pareja de ancianos. La conversación se desarrolla en estos términos:

  • Buenos días, señora, ¿puedo ayudarle en algo?
  • Buenos días, pues la verdad es que sí. Estoy buscando un libro de poesías de Edgar Allan Poe; son para mi hijo. A ser posible mejor un recopilatorio.
  • ¿Edgar Allan Poe, seguro? No me suena que escribiese poesía, relatos sí, pero nada más.
  • Yo juraría que sí escribió poesía.
  • Un momento que lo mire en el ordenador…lo ve, no aparece nada. Edgar Allan Poe nunca escribió poesía. No me consta en el ordenador.

Tras este breve diálogo nuestra protagonista decide acudir a otra librería. Ésta es más pequeña, está más escondida; solía acudir a ella antes de que abriesen el centro comercial a la vuelta de la esquina. El amable dependiente la atiende con ese aire de familiaridad que sólo el negocio de toda la vida parece poseer. Le pregunta por sus hijos, ya crecidos, de los que guarda un grato recuerdo al cruzar el parque donde solían jugar. En un minuto atiende el pedido de la señora, incluso recomendándole alguna edición que otra. Resulta que al final Poe sí que había escrito poesía, y por cierto bastante bien.

No sé si al lector medio una escena como esta le resulta familiar. Puede que sí, puede que no. Con ella tan solo pretendo ilustrar algunos aspectos de nuestra cultura literaria. Es cierto que cada día se escriben más libros, se publican más artículos, se elaboran más colecciones. Donde antes tan sólo había la posibilidad de escoger entre dos, ahora lo hacemos entre cien libros. Sin embargo parece observarse una curiosa tendencia. Definámoslo en una simpática fórmula matemática: el número de libros que se publican es inversamente proporcional a su calidad. No estoy diciendo que todo libro después del siglo XX sea irremediablemente una pérdida de tiempo. El problema radica en que las necesidades de obtener beneficios en un mercado saturado, como es el del lector medio, han provocado –en un extraño paralelismo con el cine- que sea inundado con obras cuya única finalidad es vender tantos ejemplares como sea posible, abstrayéndose en muchos casos de las reglas básicas de la narrativa y de cualquier otro estilo literario.

Una vez diagnosticado el problema, habrá que encontrar la solución. Al igual que en casi toda situación relacionada con el hombre, presumir la existencia de una solución unívoca, universal, o sencillamente directa es un mero espejismo. La realidad de la sociedad humana es tan compleja que la teoría de cuerdas parece un simple juego de niños a su lado. Pero aún así, años de experiencia común nos han enseñado que el primer escalón en el proceso de modificación de conductas sociales comienza con la educación. Para lo que ahora nos atañe sería la educación en la lectura, y concretamente la educación en los clásicos.

Decía Thomas Mann que “si no es posible comprender lo nuevo y lo joven sin estar impregnado de tradición, de igual modo será estéril el amor por lo antiguo si excluye la comprensión de lo nuevo que de lo antiguo ha surgido por histórica necesidad”. La importancia del clásico radica en lo que nos dice de nosotros mismos. Aunque a los jóvenes a veces nos sorprende, hay obras de arte que han configurado los grandes movimientos de la humanidad. El romanticismo no sería lo mismo sin la Novena sinfonía de Beethoven, la Alta Edad Media no se entiende sin la Divina Comedia, ni siquiera el nazismo puede llegar a entenderse sin la música de Wagner. Los clásicos han superado el examen del tiempo y además con buena nota.

La vida literaria de todo joven debería comenzar, como toda construcción, por los cimientos. Apunta George Steiner en su estudio sobre el mito de Antígona que todo el germen de la cultura occidental moderna se encuentra ya presente en las obras de Homero y compañeros mártires. Así Emma Bovary, Tom Sawyer, Werther, Elisabeth Bennet, Figaro serían los descendientes directos de Penélope, Ícaro, Ariadna, Perseo y demás. Los arquetipos griegos han permitido a la civilización europea desarrollar vínculos de conexión que se han extendido por las distintas épocas. El mito griego tanto en su dimensión literaria como metafísica descubre al hombre en sus esferas fundamentales. En todos nosotros están presentes Aquiles, Ulises, Hércules y muchos otros ¿Qué es la fidelidad sino el recuerdo de Penélope? ¿Acaso hay un mejor ejemplo de  rectitud que Héctor?

Podemos entonces decir que los grandes autores se limitan a seguir el camino marcado por nuestros antepasados. De todas formas no es un sendero definido; sus contornos son confusos, desaparece para luego surgir en lugares imprevistos. Así se explica que el heredero de Sófocles surja en la Inglaterra reformada. Shakespeare, del que Berlioz decía que después de Dios era quien creó la mayoría de las cosas, también nos ha enseñado facetas de nuestra psique que habían permanecido ocultas hasta su llegada. Es una lástima el desconocimiento que se tiene del Gran Bardo en nuestro sistema educativo. Debería ser motivo de vergüenza que los escolares españoles terminasen su formación académica sin haber conocido las desventuras de Hamlet, Otelo y Lear; sin haber conocido el amor de Romeo y Julieta y los juegos de Oberón y Titania.

Dada la decadencia literaria de los jóvenes se hace indispensable un retorno a los clásicos. Primero los clásicos griegos por ser la base de los que vinieron después. Luego los castellanos, que los hay y muy buenos. Todavía no me explico cómo el Quijote no es de estudio obligatorio en el examen de acceso a la universidad. No me imagino una España sin Quijote igual que sólo entiendo a los españoles a través de los versos de Quevedo, Machado y Bécquer. Tampoco podemos olvidar los literatos de nuestro entorno; junto al querido Shakespeare aparecen una constelación de autores que han dejado su impronta en nuestra vida. Nombres como Dante, Goethe, Hugo, Dostoievski, Austen, Faulkner y un sinfín más que por falta de espacio no vamos a mencionar.

Para apreciar los méritos de una novela hay que conocer de dónde viene. La creación totalmente autónoma, la que pretende aparecer de la nada y ausente de todo antepasado sencillamente no existe. El hombre es un ser histórico y como tal influenciado por los acontecimientos anteriores. Cuando Schoenberg creó el método dodecafónico no se lo sacó de la chistera. Picasso, Kandinsky y Rothko no pintaban como si fuesen los primeros, sabían que antes que ellos hubo otros a cuya grandeza aspiraban acercarse.

Este pequeño artículo no pretende ser más que una defensa del clásico, del libro viejo, esos que sólo encuentras en las últimas estanterías de las librerías. Mi deseo: que un día podamos ver un Ulises de Joyce codo con codo junto a la última novela policiaca sueca. Así, quién sabe, un pobre despistado lo comprará, lo leerá y podrá, como decía nuestro amigo Poe en su más célebre poema –fijaos qué curiosidad- “soñar sueños que ningún mortal soñó”.

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