Where have all the flowers gone

Where have all the flowers gone

Quiero dedicar este comentario a una canción que a muchos jóvenes –menos de cuarenta años o así- tal vez no les sonará, pero que a los de mi generación perdida les traerá esa vívida añoranza del pasado que sólo tres cosas propician: la lluvia, los aromas y las canciones.

Se podría intentar describir un cuadro, una escultura o un texto literario, pero con la música es tarea imposible. Sólo se puede tararear y esa función no la trae word. De ahí que, por muy diestro que fuera en mi propósito, no creo que nadie llegara a recordar esa dulce melodía con sólo leer estas líneas.

Me refiero a la que se titula como este modesto escrito, Where Have All The Flowers Gone. No he logrado saber gran cosa sobre sus orígenes, salvo que al parecer nació en Ucrania. Llama la atención cómo muchas de las hermosas baladas que parecen haberse compuesto mirando a las Rocosas y trasegando bourbon, en realidad se alumbraron más bien cerca de los Urales. Así ocurre con la conmovedora Green Leaves of Summer, aquélla armónica delicia para cuatro voces que popularizaron los Brothers Four y que también fue el tema de El Álamo. Esta canción, que parece haber brotado de las entrañas mismas del Gran Cañón, resultó ser más rusa que las matrioskas, el vodka y el Dinamo de Moscú.

Bueno, aunque su procedencia sea ucraniana, su paternidad se le atribuye al nervioso Pete Seeger, que fungía en la época como gran pope de la progresía de su tiempo y que ahora creo que supera los noventa años. A este Seeger, que debe ser un fenómeno, se le asigna históricamente la difusión de varias canciones muy populares en los sesenta y que, ya desde aquellos locos días de Vietnam y del ácido lisérgico, funcionaban como himnos antimilitares, pacifistas, protobudistas y cosas parecidas. En suma, lo que se ha venido a denominar la Dictadura del Progretariado.

Así, la archiconocida We Shall Overcome, que tampoco se debe a su inspiración directa, pero se conoce gracias a su talento para la propaganda. No le visitó la musa del canto, Euterpe, sino otra protectora del comercio, más perspicaz ella.

Se entonaba el Where Have All The Flowers Gone en las emocionantes y abarrotadas marchas pro derechos civiles, que es una denominación que obedece a una traducción literal procedente de América, porque aquí no se dice así. Aquí te hablan de derechos civiles y piensas en la anticresis o en el censo reservativo. Allí, no podrías dejar de pensar en la inevitable Joan Baez.

Por cierto, Joan Baez la ha cantado copiosamente, ya desde aquellas tumultuosas jornadas de Monterrey, Woodstock o Newport. No es que cante mal, ni mucho menos. Antes al contrario, tiene una cristalina y preciosa voz, muy apta para la expresividad dramática, que ella prodiga con largueza. Pero por lo demás, esta señora me resulta antipática. Canta como los ángeles, pero de una especie de querubes más bien rígidos y sabidillos. Parece mentira que esta chica tuviera amoríos, en plena efervescencia hippie, con Bob Dylan, no sólo compañero de fatigas en la reivindicación del I Have a Dream sino también en la afanosa dedicación al folk. Lo que sucede es que Joan Baez parece una funcionaria de Cooperación al Desarrollo, mientras que Dylan se salía y se sigue saliendo de los esquemas. Habría dicho Blas de Otero que era más fieramente humano.

Como quiera que fuera, lo cierto es que Joan Baez contribuyó notablemente a la popularidad de la canción, aunque sólo fuera porque, allá donde había que arrancar con un himno y galvanizar a las entregadas masas concurrentes, allí se aprestaba nuestra heroína a afinar su guitarra acústica y ofrendarse como sacerdotisa. De ese hábito constante nació el mito de esta balada como banda sonora oficial del progresismo antibelicista, inevitable al final de estas comparecencias masivas, con lamparitas encendidas imitando la incandescencia de los corazones.

Además, creo que nuestra inocente y floral tonada fue fumada a modo, valga la hipálage, en las onerosas campas de Berkeley.

Pero si hay un grupo al que se identifique absolutamente con esa canción es el que formaban Peter, Paul & Mary. Trío también de acrisolado pedigrí en el mundo del folk, así como en el de la protesta universitaria -si es que cabe distinguir netamente los dos ámbitos-, conjuntaba sus voces con una gran dulzura y compenetración. Cualquiera de los tres eternos compañeros podría haber triunfado por separado. Unidas, eran casi el canon de lo melodioso y deleitable. Un verdadero placer para el oído proclive. Es quizá la versión que más he oído de esta canción. Recientemente ha fallecido Mary Travers, la chica del grupo, y he recordado con nostalgia aquellos días de mi juventud -más bien adolescencia- en que no sólo disfrutaba de esta canción y otras de su estilo, sino que quedaba conmovido por el mensaje, llamémoslo así. En todo caso, la rigurosa ignorancia del inglés nos permitía abandonarnos a la mera audición sin adentrarnos en más preocupaciones. No llegué a saber, pues, a donde había ido tanta flor.

El mensaje, sigamos a McLuhan, es el medio. Tal principio rige también, desde luego, para esta melodía simplicísima, que apenas tiene letra. Es una composición repetitiva, como de salmodia, que empieza preguntando que dónde se han ido las flores, continúa interrogándose por el destino de los hombres, luego inquiere el paradero de las mujeres y, finalmente, cuestiona el lugar a donde fueron los soldados. En su reiteración y en su sencillez está su eficacia. Por eso es un himno, destinado no sé si a conmover o a enardecer. No se conocen himnos que persigan la emoción y la lágrima hablando sobre la diferencia entre caducidad y prescripción.

Sigamos con los intérpretes. Esta canción es universal y la ha cantado todo el mundo. La interpretó muy lindamente Roy Orbison, que tenía una voz envolvente y cálida, una de las mejores de su tiempo. Quizá no sea la versión ideal, acaso porque Orbison, que me gusta mucho, lo terminaba haciendo todo un poco igual. Es decir, la Baez o el grupo de Peter, Paul & Mary la interpretan siempre con su aire propio de balada folk, aunque le den su impronta. En cambio, Orbison la canta igual que Pretty Woman o cualquiera de sus éxitos. No parece, en su voz, una canción hippie, ni llega a interesarnos realmente el destino final de las florecillas.

Otro tanto ocurre con la interpretación de Dolly Parton, que es una de mis favoritas, pero a la que le sucede lo mismo que a Orbison. Demasiada personalidad. Demasiada voz. Y eso que Dolly Parton puede con casi todo. Desde luego, es fastuosa su performance de “Take Me Home, Country Roads”, ese himno oficioso de Virginia Occidental que se debe al llorado John Denver, donde el country alcanza su cenit emocional, al menos para mí, del que en modo alguno desmerece la Parton. Y no digamos del “I will always love you” -esto es, la canción de “El Guardaespaldas”-, que deja los trinos de Whitney Houston a la altura de los lamentos carcelarios de El Arropiero.

Quien pretenda cantar la canción de la que hablo ha de someterse rigurosamente a una especie de ley de la suavidad, abandonarse a la pura forma alada de sus notas. Es una canción poética, lírica, como de pajarillos, casi infantil, y no tolera alardes de voz ni aportaciones del carácter. Contraindicado, por ejemplo, Ray Charles.

A propósito de esta reflexión, no sé si circula alguna versión de Elvis Presley. La ignorancia supongo que podría ser subsanada con algo de dedicación al estudio del caso. No me he preocupado de ello. Pero sería interesante verificar la certeza de la afirmación anterior sometiéndola a la prueba Elvis. Resulta evidente que esta desatada fuerza de la naturaleza necesariamente tendría que aportar su fáustico e inconfundible sello en esta canción, porque todo lo que cantó, incluso lo más contenido, llevaba esa marca indeleble e indefinible. Sin embargo, a todo prestaba su voz eterna con tal excelencia y emoción que no creo que ésta fuera una excepción. Todo lo hacía bien ese atormentado monstruo. Y además, podía con todos los estilos y dificultades.

Voy terminando la recensión con los mejores. Una versión encantadora es la sumamente rápida de The Kingston Trio, que muestran una perfecta conjunción de voces, propendiendo a la gama baja del espectro. Creo que son dos barítonos y un bajo. Gracias al youtube, he podido verlos y admirarlos. En su delicada adaptación a las necesidades de la canción, en su lograda armonía, en la ligereza aérea de las voces, radican las bondades de esta versión.    

La mejor para mí, con todo, es sin dudarlo ni un instante, la de Marlene Dietrich. Habéis leído bien. Se trata de aquella alemana de El Ángel Azul, aunque yo la recuerdo más bien en Testigo de Cargo, incomprensiblemente enamorada de Tyrone Power. Si oísteis alguna vez Lili Marlene (o Marleen, como también se encuentra escrito) con su voz ciertamente ronca y encanallecida, si la disfrutasteis como se goza de una rara perla, os enamoraréis sin remisión de esta canción.

De Marlene se decía una cosa simpática: que su nombre comenzaba con una caricia y terminaba con un latigazo. A mí me hacía gracia porque es rigurosamente cierto, y porque esa ingeniosidad es aplicable no sólo al nombre sino a la manera de cantar. Si oís a Marlene, olvidaros de Berkeley, de la marihuana y de la guitarra acústica. En su voz deja de ser una inocente y hermosa cancioncilla, un himno bienpensante adecuado para retozar por el césped, y se convierte en otra cosa. Esta canción debe cantarse entre volutas de humo azulado, como en un club de aquél agitado Berlín de entreguerras.

La voz de la Dietrich, trabajada hasta la extenuación por los años, el exilio y la decepción, resulta aquí conmovedora, como pocas veces he oído cantar a nadie. Y es que aún no está estudiada como se merece la influencia de la desdicha personal en la música.

La interpretó tanto en inglés como en alemán. Prefiero ésta última, evidentemente, porque la versión inglesa tiene una débil evocación de las interpretaciones americanas de la que nos apetece ahora prescindir. La alemana, previsiblemente, se titula “Sag mir wo die Blumen sind”. Es, prácticamente, el mismo título que en inglés pero invoca, para cuadrar las sílabas, a un pretendido interlocutor que recibe la pregunta: “Dime donde están las flores”. Dicho así, parece una memez. Tal vez lo sea. Cantada en alemán por Marlene Dietrich, no lo puede ser en absoluto.

De paso, esta versión desmiente ese atolondrado mito sobre la brusquedad de la lengua alemana y su incapacidad para el romanticismo. Nada más lejos de la realidad. Una persistente cinematografía poblada de esvásticas y sargentos vesánicos ha prodigado la impostura, pero basta pasear por Munich o Salzburgo para desenmascarar ese error, ese dislate. En cualquier caso, es difícil negar que Blumen sea más suave palabra que Flowers. Y eso es sólo una muestra. También Ich liebe dich es más amoroso que casi cualquier otra frase equivalente.

Cantada por Marlene, esta delicia musical es otra cosa. Abandona las explanadas agorafóbicas y se refugia en el cabaret. Pero sigue siendo dulcísima, como de seda. Seda que mata suavemente, como podrían atestiguar los visires en Topkapi. Pero seda. Un poco más canalla que la seda de Mary Travers, pero eso sí, más auténtica, más pasada por la vida.

Por obra del recitativo alemán, dejamos de interesarnos definitivamente por el pesadísimo destino de las flores. Nos importan un bledo Vietnam y Lyndon B. Johnson. Sólo queremos divertirnos un poco. Aunque sea con una caricia que termina siendo un latigazo.

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