Competitividad vs Unión Europea

Competitividad vs Unión Europea

Recientemente, la empresa Ford anunció su intención de cerrar su fábrica en la localidad belga de Genk para trasladar su producción a la planta de Almussafes en Valencia. Según El País, “el anuncio realizado hoy viene a respaldar, por otra parte, la línea mantenida en los últimos años por UGT, sindicato mayoritario en la fábrica, que ha alcanzando en los últimos años acuerdos con la empresa que implicaban, básicamente, moderación en las demandas de las condiciones de trabajo a cambio de compromisos de inversión de la multinacional.” Otros medios informaban de que Alberto Fabra había calificado la decisión como una «gran noticia», ya que demostraba que su Comunidad seguía siendo «atractiva» para inversores. Mientras tanto, en Genk, la medida supondrá la pérdida de 4.300 empleos.

Lo anterior parece demostrar que España está cumpliendo con el ‘Pacto del Euro’, aquel acuerdo firmado por los Jefes de Estado y de Gobierno de la UE-17 en junio de 2011 para que los Estados aumentasen su competitividad. El discurso económico-político que subyace a este Pacto se corresponde con la fábula de la cigarra y de la hormiga: un grupo de países, con Alemania a la cabeza, habría hecho bien sus deberes desde la introducción del euro, aplicando políticas de moderación salarial, flexibilización del mercado laboral y contención del gasto público, unido a unas elevadas tasas de ahorro privado. Por el contrario, otro grupo de países periféricos habría estado derrochando sus recursos disponibles para adoptar políticas macroeconómicas irresponsables y empujar a hogares y empresas a unos niveles de endeudamiento insostenibles (ya sabemos, el famoso ‘hemos vivido por encima de nuestras posibilidades’…). En consecuencia, y siempre de acuerdo con este discurso, la única forma de que este segundo grupo de países purgue sus culpas consistiría en adoptar una política económica de devaluación, para así aumentar su competitividad.

Este resultado puede conseguirse a su vez por dos vías: a través de la manipulación del tipo de cambio o a través de una reducción de precios. Sin embargo, dado que los Estados miembros de la zona € no pueden modificar el tipo de cambio del €, han de aplicar la segunda herramienta e implementar la llamada ‘devaluación interna’, basada en recortes del gasto público y, muy especialmente, en la reducción de los beneficios empresariales y la moderación de los salarios como medida más eficaz para incrementar la productividad. La prueba del algodón de que estas medidas ya están dando resultado sería que la tasa de inflación, al menos a impuestos constantes, es menor que en la zona €, y que las exportaciones están aumentando pese a la debilidad de la demanda de los países de destino.

Ahora bien, ¿es cierto que esta política es la solución para los problemas de España y para el conjunto de la Eurozona? Nada más lejos de la realidad. Esta senda es, además de económicamente cortoplacista y poco eficaz, socialmente suicida y, lo que es peor, radicalmente contraria a los objetivos que justificaron en su día la creación de la UE.

En primer lugar, poco eficaz, ya que los indicadores macroeconómicos siguen siendo malos: la tasa de inflación es, al fin y al cabo, todavía superior a la media de la UE-17, y las exportaciones continúan creciendo, pero a un ritmo descendente y muy inferior a como lo hicieron en 2010. En segundo lugar, este tipo de políticas son ‘miopes’ y poco eficaces a largo plazo. La competitividad es un concepto relativo, que además opera como juego de suma 0. Dado que los aumentos en nuestra competitividad son inversamente proporcionales a las pérdidas de competitividad de nuestros competidores, es de esperar que, tan pronto como se manifiesten sus efectos, los competidores no permanecerán impasibles y reaccionaran de forma igual o parecida. Es lo que está sucediendo en la actualidad en la UE, donde asistimos a una espiral competitiva, a un race to the bottom entre los distintos países por ver quien gana mayor cuota de mercado vía reducción de precios. En tercer lugar, es una política arriesgada y contraproducente. Siguiendo a Juan Francisco Martín Seco, brillante interventor del Estado y economista, “de nada vale lograr las cotas más amplias de la competitividad en ciertas industrias o productos si es a costa de deprimir las condiciones sociales y económicas de la mayoría de la población. […] Es más, estas medidas pueden dañar la verdadera capacidad de competir al influir de forma negativa en la productividad.” (en su libro Economía, mentiras y trampas).

Pero sin lugar a dudas, lo más grave de estas políticas es que socavan los propios fundamentos de la UE. Es cierto que el diseño de la UEM adolecía de importantes defectos que, en buena medida, están detrás de la actual crisis. Cuando se introdujo el €, la euforia silenció a todos aquellos que advertían de que no era posible construir una unión monetaria si previamente no se había alcanzado una unión económica, fiscal y presupuestaria plena. Tal y como explica David Marsh en su libro The Euro, los expertos financieros comunitarios se dividían en 2 bandos que hoy en día todavía persisten. Por un lado, los llamados ‘economistas’, liderados por el Bundesbank. Estos defendían que era necesario alcanzar una convergencia mucho mayor entre los Estados miembros en salarios, fiscalidad, precios, comercio exterior y presupuestos como requisito para construir la UEM. Por el contrario, los llamados ‘monetaristas’ confiaban en dicha convergencia pero a través de una política monetaria común, y sostenían que las diferencias en las balanzas de pagos respondían a desequilibrios financieros, y que era responsabilidad de todos los países hacer frente a esos desequilibrios. El resultado de esta confrontación fue la introducción del € y, como contrapartida, el establecimiento de cortafuegos entre los países por medio del Pacto de Estabilidad y Crecimiento.

Es evidente que la teoría one size fits all que guió la introducción del € era equivocada. No fue razonable meter bajo un mismo paraguas monetario a economías tan distintas. Pero fomentar la competitividad entre los Estados miembros no es la solución. Imaginemos por un momento que las medidas de la Agenda 2010 (reducción de salarios, flexibilización del mercado laboral y endurecimiento de los subsidios por desempleo) introducidas en Alemania a partir de 2003 por el Gobierno de coalición SPD/Los Verdes hubiesen sido implementadas por todos los socios del €. Pues con toda seguridad, Alemania no gozaría actualmente de la ventaja competitiva de la que dispone.

Una solución duradera y justa a la actual crisis económica podría consistir en el llamado ajuste simétrico. Esto es, que no sólo los países mediterráneos han de hacer ajustes, sino que también los Estados con superávit han de acometer reformas, fortaleciendo su demanda interna a través, por ejemplo, de incrementos salariales. Y a largo plazo, para evitar nuevos desequilibrios, es necesario no sólo monitorizar dichos desequilibrios (tal y como se prevé tras la última reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que introduce, junto al clásico Procedimiento de Déficit Excesivo, un nuevo Procedimiento de Desequilibrio Macroeconómico) sino avanzar también hacia una unión económica, fiscal, financiera y presupuestaria completa.

Es cierto que introducir cierta competencia entre Estados u otros niveles territoriales puede tener ciertos beneficios. Así, por ejemplo, en Alemania, ejemplo característico de ‘federalismo de cooperación’ se trató de introducir tímidamente algún elemento competitivo entre los Länder a través de la reforma del federalismo de 2006. Ahora bien, la competitividad introducida se limitaba al ámbito de determinados servicios prestados por las AAPP regionales, para lo cual se les dotaba de un mayor margen de autonomía. Las ventajas competitivas se debían alcanzar mediante una mayor eficiencia y eficacia en la prestación de los servicios públicos, en ningún caso mediante medidas basadas en el dumping social o fiscal, o de devaluación interna…

Pero la competitividad basada en un race to the bottom de todo el continente es, además de económicamente contraproducente, especialmente grave porque contradice los principios fundadores de la UE: la solidaridad cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa. Claro que esa solidaridad no puede surgir como por arte de magia. “Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto; se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho”, como dijo Schuman en su famosa declaración de 9 de mayo de 1950.

Si algo ha puesto de manifiesto la crisis de forma definitiva es que no es posible salir de ella en el marco del Estado-Nación. A las naciones europeas sólo les queda apostar por una integración mucho más ambiciosa que evite que Europa caiga de nuevo en una época de nacionalismo económico como ya ocurrió en los años 30 (sólo que esta vez, los aranceles y demás barreras se sustituyen por el dumping social y fiscal) y que conlleve la paulatina disolución de los Estados-Nación dentro de la UE. De lo contrario, la construcción de un auténtico demos europeo puede convertirse en una quimera, dando la puntilla al entramado institucional de la UE.

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