De música y diablos

De música y diablos

Han sido muchas las leyendas que a lo largo de la historia ponen de relieve la importancia de la música. Mitos que nos recuerdan que la gran diferencia entre el hombre y la bestia es la capacidad que tenemos para crear orden del caos, para hallar respuestas. De entre todas las historias hay una que ya desde mi época de escuálido escolar me ha venido sorprendiendo. Está todavía grabada en mi memoria aquella calurosa tarde sevillana en la que un minúsculo profesor intentaba conmover a sus revoltosos alumnos –adolescentes prisioneros de sus propias hormonas- contando la historia del hombre que consiguió remover el Infierno y sacar de allí a su amada.

Del mito de Orfeo y de su protagonista se han hecho suficientes estudios como para abrumar a un historiador oxfordiano. Las elucubraciones en torno a la figura del padre de la música, su vida y muerte, suelen omitir sin embargo el análisis de un hecho fundamental en la psique humana: Orfeo consiguió conmover a Hades. No supone excesivo esfuerzo imaginarnos la escena: el dios del Inframundo sentado en toda su majestad, la desdichada Perséfone a su lado, y las errantes almas vagando de un lado a otro. Se presenta ahora nuestro héroe y solicita que le devuelvan a la bella Eurídice, objeto de su incandescente deseo. Como es de esperar, la condescendencia de Hades para con un simple mortal debió ser desalentadora para Orfeo, pero no lo suficiente para desviarle de su propósito. Sabedor de su maestría, se dispuso a utilizar su única arma, esa que no le había dejado nunca de lado, la música.

La imaginación del hombre, poderoso instrumento, no será capaz de atisbar ni siquiera una porción de la melodía que ese día oyó el Inframundo; la composición más excelsa del más dotado de los compositores palidecería a su lado. La música que se escuchó en ese lugar maldito fue suficiente para emocionar no a uno sino a dos dioses. Cuenta el mito que tal fue el arte de Orfeo que Hades accedió por primera y única vez a liberar a uno de sus eternos huéspedes. El Infierno se humanizó por un instante y Eurídice fue liberada por el arte.

A lo largo de los siglos el mito de Orfeo no ha pasado desapercibido. Su extraordinaria hazaña ha tenido eco en la literatura de numerosos países. Orfeo no es el único mortal que entró vivo en el infierno y salió todavía respirando. En la propia Grecia, el gran Ulises y su tripulación atravesaron la Laguna Estigia. En la Italia medieval el gran poeta Dante visitó las almas condenadas de la mano de su maestro Virgilio para acabar uniéndose a su amada Beatriz. Fausto es rescatado por Margarita de las manos de Mefistófeles. Incluso en la literatura moderna existe alguna conexión como la “Balada de Beren y Luthien” en el Silmarillion de Tolkien.

Lo singular de la hazaña de Orfeo es que nos revela la importancia trascendental de la música para el espíritu humano. La música, como mero elemento sonoro, tiene un gran influjo sensitivo para el hombre. Sin embargo en su concepto de orden elaborado a partir del caos tiene condición de creación superior. Decía Tomás de Aquino que “la belleza es el esplendor del orden”. La música es la revolución del alma humana. Y ante esa belleza se rinde toda alma, aunque sea la del mismo dios del Infierno.

El mecanismo de interacción del hombre con la música responde a un esquema sencillo, casi simplón. El sonido es captado directamente por los sentidos y como tal produce una reacción sensible. La percepción del hombre se traduce en una emoción: hay olores que gustan, visiones que agradan y objetos de tacto agradable. Con el sonido pasa igual. El cantar de unos pájaros –no hay música más primitiva- puede ser toda una experiencia placentera igual que el trueno de una tormenta puede ser aterrador. Entra en juego entonces la armonía, la transformación de los elementos musicales básicos en un orden predeterminado por la voluntad del hombre. La armonía es a la música lo que la palabra a la literatura. Admite infinitas alteraciones y transformaciones pero ha de estar presente. La composición armónica se traduce en la producción de un resultado emocional en el receptor. Así llegamos a la primera relación directa de la música y el hombre: la música debe emocionar.

Ahora bien, debemos depurar el significado de la palabra emoción. No hago referencia al mero estado de algarabía con el que se suele confundir el término emoción. Entiendo que el efecto de la música es una reacción personal. Emoción en el sentido que implica un movimiento de la faceta afectiva; se supera la mera sensación para transformarse en un sentimiento. Será la importancia y el grado de esa emoción la que determine el segundo efecto: la introspección.

Canciones y melodías que nos emocionen las hay y las habrá siempre, pero las que te afectan hasta al punto de preguntarte el por qué son escasas. La música moderna, sobre todo desde el encumbramiento de la cultura de masas parece notar especialmente la ausencia de este segundo efecto. Los productos –sí, utilizo el término correcto- musicales de hoy están hechos, en la mayoría de los casos, para un consumo rápido, meramente sensitivo. Su objetivo es que te guste lo suficiente para escucharlos un par de veces y pasar luego al siguiente envase. Por el contrario la gran música se dirige en el sentido contrario. Una sinfonía, una sonata, una ópera, cualquier sesión de jazz o una buena canción de rock exigen un esfuerzo personal. Es difícil que escuchándolos sólo un par de veces podemos entender el “A hard rain`s a gonna fall” de Dylan o el segundo movimiento de la Octava Sinfonía de Bruckner. Tanto la música de uno como la del otro plantean interrogantes que hay que meditar, que hay que trabajar y que por tanto superan la actitud mental de ameba con brazos a la que parece reducirnos la cultura moderna. Resuena entonces el aria de Puccini en Tosca al grito de “Ricondita armonía di bellezze diverse!”.

Una vez nos empecinamos en buscar las respuestas a los interrogantes de la música, suele ocurrir un fenómeno muy curioso: el oyente diligente queda transformado. La música, más que cualquier otra manifestación artística, tiene una imparable capacidad de transformación. Platón y los filósofos realistas la consideraban el arte más excelso; Schopenhauer la abstraía de su existencialismo de biblioteca. El hombre cabal es honesto con los dictados la razón. El auriga no sólo avanza con el caballo de la pasión sino también con el del intelecto. Ello hace que mientras los cambios que el hombre toma por pura emoción acaban siendo sólo buenos propósitos, los que obedecen a la reflexión, los que son fruto del sudor y del cansancio del trabajo, tienen la firmeza de la roca. El hombre transformado por la música es el que sabe vivir de verdad. Puede que sea una afirmación un poco cabal pero ¿acaso merece ser vivida una vida en la que no se oigan las letras de Van Morrison o la voz de Maria Callas? Decían unos versos de Geoffrey Chaucer que “the life so short, the craft so long to learn”, y tenía razón. La música, como cumbre del arte, exige una dedicación devota. Recuerdo haber oído comentar al director Ricardo Muti, que tras todos sus años consagrados al arte de dirigir era tan sólo tras llegar a una edad madura cuando empieza a vislumbrar el sentido de la música. Dudaba también el maestro italiano si algún día lo conseguiría. Cantaba el Príncipe desconocido en Turandot que “mí misterio está encerrado en mí”. Con la música pasa igual. La grandeza de la música se cuela por las rejillas del alma iluminando ocasionalmente nuestra existencia pero, cuando lo hace, tiene la fuerza de convertir al mismísimo Hades en un simple mortal.

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