El político en la querella de los antiguos y los modernos

El político en la querella de los antiguos y los modernos

En su libro “Las abejas y las arañas. La Querella de los Antiguos y los Modernos” Marc Fumaroli, académico francés, describe la polémica surgida en Europa en torno a los siglos XVI y XVII entre los artistas de la época acerca de la preminencia de las obras clásicas sobre las realizadas durante esos siglos. Mientras que un “bando” mantiene que lo considerado “moderno” no es sino el desarrollo de lo que griegos y romanos habían creado siglos atrás, el otro “bando” ensalza las bondades del progreso en las ciencias y en las artes promovidas por sus contemporáneos, cuyos logros se han emancipado de la influencia de los “Antiguos”. Este mismo debate se ha reproducido en infinidad de ocasiones a lo largo de la historia: comparar nuestro pasado con el presente es una práctica común no sólo de los llamados intelectuales sino de todo hombre en general.

La figura del político no ha escapado a esta comparación. Especialmente en los últimos años el político ha sido objeto de innumerables reproches. Se le ha estigmatizado como un ser corrupto e inútil, incapaz de hacer frente a los problemas que se le presentan e incapaz de proporcionar soluciones. Percepción que se refuerza al compararlo con sus predecesores. Ahora bien, este fenómeno no es algo nuevo. Tucídides ya resaltaba las diferencias entre el legado de Pericles y la política seguida por sus sucesores: “pero ellos obraron en todo en sentido contrario, y por ambiciones de honor e intereses personales manejaron de forma perjudicial para ellos mismos y sus aliados otros asuntos aparentemente no relacionados con la guerra: empresas en cuyo éxito había honra y provecho principalmente para los individuos, pero cuyo fracaso constituyó la ruina de la ciudad en la guerra”. De igual modo Quevedo expresa con su majestuoso castellano la decadencia de las nobles costumbres castellanas y de la España del siglo XVI en su “Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos”. Cuyos versos más conocidos transcribo:

“Pudo sin miedo un español velloso

llamar a los tudescos bacchanales,

y al holandés, hereje y alevoso.

Pudo acusar los celos desiguales

a la Italia; pero hoy, de muchos modos,

somos copias, si son originales.

Las descendencias gastan muchos godos,

todos blasonan, nadie los imita:

y no son sucesores, sino apodos.”

La impresión de que todo tiempo pasado fue mejor es un fenómeno recurrente, como queda plasmado con cierta gracia en la película de Woody Allen “Midnight in Paris” en la que cada generación anhela volver a la época dorada de la anterior. Lo mismo sucede con la clase política, según se observa con claridad en los textos antes reproducidos de Tucídides y Quevedo; ambos reflejan cómo la crítica feroz a los políticos es habitual en momentos de crisis, recurso al que acude la polis para buscar a los responsables de una situación que le asusta. Ante el drama que le rodea, el recuerdo que envuelve la figura del político retirado permite crear la ilusión de que éste tiene la solución a los problemas por los que atraviesa la sociedad. Así se explica cómo los atenienses en el peor momento de la guerra del Peloponeso, tras la pérdida de Eubea, nombran estratego con poderes excepcionales a Alcibíades, quien pocos años atrás y por miedo a ser condenado por sacrílego había huido a la corte del rey espartano Agis y ayudado a los espartanos a hacer fracasar la expedición ateniense a Siracusa. O cómo en el siglo XVII, durante la Guerra de los Treinta Años, el emperador Fernando II tuvo que entregar nuevamente el mando de sus ejércitos a Wallenstein (tan sólo un año después de acusarle de traición) debido a las derrotas sufridas por las tropas imperiales en las batallas de Breitenfeld y del río Sech a manos de los suecos.

En España esta visión es aun más acentuada. Es raro encontrar a alguien que hoy tenga una opinión positiva de la actual clase política y por el contrario se ensalza la figura de José María Aznar, de Felipe González, de los padres constituyentes, por no decir la “mitificación” de Cánovas, Azaña o Sagasta como grandes prohombres políticos. Todo ello por no mencionar, como algo de lo que España siempre carecerá, a estadistas de la envergadura de Bismarck, Churchill o Talleyrand. Pero en realidad ¿son tan malos nuestros políticos?

El político actual, a pesar de tener más información, mejor educación y más recursos que sus antecesores, da la impresión de estar desbordado por la sucesión de acontecimientos, de ir improvisando en espera de que un fortuito golpe de timón le arrastre en la dirección correcta. A pesar de esta triste imagen, el político de hoy no ha de ser peor que el de ayer. Una comparación entre ambos no sería justa. La complejidad del mundo del siglo XXI no es equiparable a la de Grecia del siglo V y IV antes de Cristo, de la Roma del siglo I, de la Europa del siglo XVI, ni tan siquiera al entramado de alianzas diplomáticas de finales del XIX y principios del XX. El tablero de ajedrez en el que se desarrolla la política del siglo XXI tiene demasiados jugadores, demasiadas fichas que no siempre se mueven en función de la voluntad del jugador y demasiadas reglas que se superponen unas a otras. El resultado no es otro que un farragoso proceso de toma de decisiones en el que rara vez la idea original acaba plasmada tal como se gestó. Si a ello añadimos que el político carece de los medios para imponer su voluntad a este sistema demasiado grande y con demasiados jugadores sin rostro, tenemos la explicación de por qué el mundo se encuentra sumido en la actual crisis.

Con todo, existe un mayor obstáculo para el político, la propia sociedad. La democracia le obliga a rendir cuentas periódicamente, los ciudadanos tienen que valorar y examinar su labor y si al político que se dedica profesionalmente a ello ya le resulta difícil, por no decir imposible, comprender todas las implicaciones que trae consigo el mundo que le rodea y el alcance de las decisiones que adopta ¿cómo una sociedad que ni sabe ni quiere saber puede valorar cualquier decisión? ¿De qué conocimientos dispone esta sociedad para calibrar la complejidad y la repercusión de medidas adoptadas, por ejemplo, en materia económica, financiera o tributaria?

Ante la necesidad de tener que explicar sus decisiones a un auditorio carente de los conocimientos para comprenderlas, el político reduce sus mensajes a eslóganes que no pueden abarcar la complejidad de la cuestión que transmiten. Además, la supeditación constante a la opinión pública hace que el político busque exclusivamente su supervivencia, adoptando aquellas medidas que eviten una respuesta negativa de su electorado y le permitan continuar gobernando una legislatura más. Estas soluciones cortoplacistas, más sencillas, tienen unos efectos terribles a largo plazo ya que supeditan el futuro a los réditos políticos que se puedan obtener hoy. Frente a esta opción, el político puede acudir a la actitud “valiente”, esto es, actuar atendiendo a lo que estima que es mejor para cada ocasión, dejando a un lado a la opinión pública. El problema de actuar de este modo, que siglos atrás podría haber sido considerado como una posición sabia, es que hoy, junto con la insurrección social que entrañaría, sería calificado como autoritario, fascista, dictatorial, por citar algún sólo de algunos adjetivos más benévolos.

Alguien podrá pensar que la política antigua es más pura y sus políticos más capaces, pero en mi opinión se equivoca. El político de hoy es el reflejo de la sociedad que lo elige y los políticos no son una casta especial cerrada de la que se van extrayendo poco a poco para cubrir cargos públicos, son personas que han elegido dedicarse a lo público como podían haberse dedicado a cualquier otra profesión. Su educación, conocimientos, experiencia y costumbres se asemejan a las del resto de ciudadanos, por lo que actuarán conforme a lo que la sociedad les ha enseñado. Requerirles un “algo más” de moral, ética y sabiduría es legítimo, pero no se les puede culpar de ser como la sociedad les ha hecho ser. Por lo que antes de criticar y acusarles de todos los males que nos acechan deberíamos reflexionar sobre cuál es la verdadera enfermedad que azota a este mundo. Como primera tarea, vean la televisión y los índices de audiencia y luego recuerden quién elige a los políticos.

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