La clase política no teme a la Ley de Transparencia

La clase política no teme a la Ley de Transparencia

El proyecto de Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno es una de las iniciativas legislativas más importantes de los últimos años que puede tener un notable impacto en el funcionamiento ordinario de las Administraciones Públicas y contribuir a una rendición de cuentas de los responsables políticos más eficaz. Y es que, en las actuales sociedades, las Administraciones Públicas son, por sus funciones y recursos, las entidades que disponen del mayor volumen de información, que además es de gran calidad, sobre prácticamente cualquier ámbito de la realidad social, desde el tráfico de vehículos por carretera, hasta la producción agrícola, pasando por las tendencias demográficas o el mercado de trabajo, por poner tan sólo un par de ejemplos.

En consecuencia, la apertura de toda esa información puede tener unos efectos formidables, tanto desde el punto de vista económico, en línea con la Ley sobre reutilización de información del sector público (desarrollo de aplicaciones informáticas, planificación estratégica empresarial, estudios de mercado…), como desde el punto de vista de la rendición de cuentas (control político). Pero además, es previsible que, a medida que las Administraciones se vuelvan más transparentes, se fortalezca la sociedad civil en todos los niveles, puesto que la Administración ya no será la única que posea la información sobre una determinada cuestión. Con esta ley, los vecinos de un Ayuntamiento tendrán un derecho subjetivo para exigir que se les facilite información con todo detalle sobre los convenios urbanísticos celebrados, o los ciudadanos de la Comunidad de Madrid podrán solicitar datos sobre el funcionamiento de los hospitales de gestión indirecta por empresas privadas y compararlos con los hospitales públicos de gestión administrativa directa. Y es que, como recoge el aforismo de Francis Bacon “Scientia est potentia”: el elemento central del poder no es la fuerza bruta, sino el conocimiento.

Ahora bien, es importante tener claro cuáles son los límites, riesgos y deficiencias de esta ley:

En primer lugar, las distintas asociaciones que participaron en el trámite de información pública del anteproyecto han coincidido al señalar las principales limitaciones de la ley: a) no alcanza a la Casa Real ni a los partidos políticos, b) las obligaciones de publicidad activa son redundantes y poco ambiciosas, c) los límites al derecho de acceso son excesivos e imprecisos, d) no se establece un régimen de sanciones eficaz y e) la Agencia Estatal encargada de resolver las reclamaciones contra las denegaciones de acceso no es independiente del Gobierno y no dispone de los medios suficientes.

Además de lo anterior, hay dos elementos en la ley que en la práctica pueden hacer que ésta se quede en agua de borrajas. En primer lugar, habrá que ver cómo se concilia el derecho no fundamental de acceso a la información pública con el derecho fundamental a la protección de datos de carácter personal, ya que una aplicación muy garantista de este último derecho puede dificultar enormemente el acceso a una parte importante de la información que manejan los poderes públicos. Y en segundo lugar, hay que llamar la atención sobre el aparentemente inofensivo artículo 15 de la ley, que dice que no se admitirán a trámite las solicitudes “referidas a información que tenga carácter auxiliar o de apoyo como la contenida en notas, borradores, opiniones, resúmenes, comunicaciones e informes internos o entre órganos o entidades administrativas”. Parece razonable que se excluyan las notas internas, borradores, comunicaciones, mails etc. que se elaboran en la Administración, pero no así los “informes internos”, ya que éstos son en muchas ocasiones el fundamento en el que se apoyan las resoluciones administrativas o la elaboración de reglamentos y que pueden ser de gran interés para la ciudadanía.

Ahora bien, más allá de estos defectos y limitaciones del proyecto de ley, el mayor riesgo que existe en la actualidad es que la opinión pública crea que con una ley así nuestra democracia va a dar un salto cualitativo importante. Y es que en los últimos tiempos se han multiplicado las voces en el mundo académico que proclaman sin cesar el nacimiento de una nueva sociedad en la que la distinción entre gobernados y gobernantes se difumina para dar lugar a una ‘comunidad en red’ donde los ciudadanos y los poderes públicos interactúan en el marco de la ‘gobernanza’. Esta transformación sería posible gracias al progreso tecnológico y en especial, a las infinitas posibilidades de acceder a información que ofrece la web y a las nuevas formas de comunicación social y política en torno a las redes sociales.

Pero en el fondo, lo que hay detrás de estos conceptos y de este lenguaje son, en su mayoría, un conjunto de teorías no contrastadas y de conclusiones precipitadas que en ocasiones esconden incluso riesgos antidemocráticos. Es el caso del tan manido concepto de Gobernanza, que Joan Prats definió como aquel gobierno en el que el Estado es un “gestor de las interdependencias entre desafíos, actores y estrategias situados a lo largo del eje global-local”. Esta teoría de la Gobernanza parte posiblemente de un diagnóstico acertado (la pérdida relativa de poder e influencia de las instituciones) pero en sus conclusiones supone una amenaza para la democracia, puesto que aboga porque las Administraciones Públicas se conviertan en meros gestores de intereses, mediadores entre lobbys y grupos de presión, en las diversas redes de políticas públicas, cuando en verdad, las Administraciones tienen encomendada la defensa del interés general (veáse el artículo de Sosa Wagner “La gobernanza, esa advinanza”). Interés general que, con frecuencia, se identifica precisamente con los intereses difusos de toda la ciudadanía que no han superado los costes de organización y no están presentes físicamente en esas redes.

Pues bien, algo parecido ocurre con el concepto de la Transparencia y el armazón teórico construido a su alrededor. A estos efectos, podemos citar brevemente la Ley de Transparencia de Navarra, en la que, al margen de la defectuosa técnica legislativa empleada, se declara solemnemente lo siguiente:

“Esta Ley Foral regula la implantación de una nueva forma de interrelación entre la Administración Pública y la ciudadanía basada en la transparencia y orientada al establecimiento del llamado «Gobierno Abierto, …”.

Más adelante se define al Gobierno Abierto como aquella

“forma de funcionamiento de la Administración Pública capaz de entablar una permanente conversación con los ciudadanos y ciudadanas con el fin de escuchar lo que dicen y solicitan, que toma sus decisiones centrándose en sus necesidades y preferencias, que facilita la participación y la colaboración de la ciudadanía en la definición de sus políticas y en el ejercicio de sus funciones, que proporciona información y comunica aquello que decide y hace de forma transparente, que se somete a criterios de calidad y de mejora continua, y que está preparado para rendir cuentas y asumir su responsabilidad ante los ciudadanos y ciudadanas a los que ha de servir.”

Hoy en día está muy extendida la creencia de que las redes sociales e internet han inaugurado una nueva era de la política, en la que el acceso on line a la información, las comunicaciones virtuales y la participación en foros van a alumbrar una nueva democracia mucho más participativa. De igual forma, se ha declarado hasta el aburrimiento que las revoluciones árabes se produjeron gracias a las redes sociales (pero no se dice lo mismo de la victoria de los Hermanos Musulmanes en las elecciones legislativas en Egipto), cuando en realidad, las causas de la primavera árabe son mucho más complejas y pasará todavía un tiempo hasta que este fenómeno se comprenda plenamente.

Pero lo cierto es que la calidad democrática de una sociedad no depende de la cantidad de información de la que dispongan sus miembros (siempre y cuando exista un mínimo de transparencia) ni tampoco de lo extendidas que estén las redes sociales. Una sociedad democrática avanzada es aquella en la que existen unas instituciones eficaces diseñadas de forma inteligente (con independencia de la forma de Estado y de gobierno) y en la que el demos posee determinadas virtudes cívicas. Más transparencia e información sólo sirve si los consumidores de dicha información son capaces de seleccionar, procesar y enjuiciar críticamente esa información, en definitiva, de interpretarla, para transformarla en conocimientos útiles para la participación política. Además, por mucho que los ciudadanos puedan obtener datos directamente de las Administraciones Públicas, cualquier democracia avanzada que se precie seguirá necesitando brokers de información plurales e independientes (medios de comunicación, agencias, buscadores…) que realicen esa tarea de selección y discriminación de lo relevante, y posibiliten una rendición de cuentas eficaz.

Por eso, hasta que en España no se adopten las reformas institucionales necesarias (reforma del sistema electoral, del Senado y de los partidos políticos, convocatoria de referendos sobre decisiones políticas…) y la ciudadanía adquiera una mayor cultura política, no se desarrollará una democracia plena y las actuales élites políticas seguirán ahí, pero bendecidas por el áurea de la transparencia. De hecho, una constante en España desde hace décadas es que existe una gran desafección por la política, que en su momento, después de la transición, se denominó desencanto y ahora se llama indignación, y unos índices de participación y de interés por la política muy bajos.

En definitiva, está de sobra comprobado que la participación política no depende tanto de la información o su calidad, sino de la capacidad y motivación de los individuos. Por todo ello, sí a la ley de transparencia y a la utilización de las redes sociales e internet en política, pero no nos dejemos llevar por discursos triunfalistas e ingenuos que encubren las verdaderas carencias y necesidades de nuestra democracia.

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