La Diana de Nanaimo

La Diana de Nanaimo

Nanaimo es una pequeña ciudad de la costa oeste de Canadá situada en una isla de la curiosamente llamada British Columbia. No llega apenas a los 90.000 habitantes y, a menos que usted sea aficionado del “bathub racing”, probablemente no habrá oído hablar de su existencia. Allí nació hace 49 años una rubia de ojos penetrantes, semblante calizo y voz de ángel embriagado.

Escribir un artículo que explique la importancia de su música puede ser un poco pretencioso porque los ojos de la historia no se fijarán nunca en Diana Krall. El jazz es una música ingrata que se ha llevado por delante a sus mejores hijos. La droga intravenosa juega constante en las destrozadas vidas de los sucesores de Charlie Parker; tal es el maestro, tal son los discípulos. Sus altares están reservados para ídolos que ni León el Isáurico en toda su furia podría destruir. Allí estarán siempre las Nina Simone, Mary Lou Williams y Billie Holliday del mundo, eso sí, muy merecidamente. Pero si los plateros de Éfeso defendieron a su Diana, yo me quedo con la de Nanaimo.

Pocas son las canciones que han surgido de sus entrañas, solo alguna antes de su disco “The Girl in the Other Room” y otras cuantas después. La suya no es fuerza creadora sino catárquica. Es más Caruso que Puccini, el equivalente de Aarón para los Moisés de la música. Ella es la intérprete consumada, capaz de transformar la melodía de toda la vida en nuevos aromas de sensación. Todo en ella es constancia artística, todo color y emoción que, una vez probados, no pueden ser olvidados: “I was serenely independent and content before we met/ surely I could always be that way again and yet/ I’ve grown accustomed to his looks, accustomed to his voice”. Así canta nuestra personal cazadora las palabras del musical de la Hepburn.

Hablar de su música es hacer un nuevo canto a las musas. Empecemos rogando a Átropos que jamás use contra ella sus tijeras, o a Cloto y Láquesis que se lo impidan. Todo aquí es puro sentimiento contenido, son “little teardrops hanging on a string of dreams”. El primer despertar te lleva a una sonoridad nueva, limitada hasta el punto de asemejarse a finos trazos de pincel impresionista. Pero el dibujo no es una escena del Montmartre de la belle époque, sino un cuadro urbano, un Pollock o Rothko antes de los barbitúricos a puñados. Con su música se cumple el ideal bizantino del arte como medio de acercar al hombre a lo trascendente y no al revés. Es el icono recogido en una canción.

La melancolía siempre está a la vuelta de la esquina, y sobre todo en canciones como “Narrow Daylight” o “Guess I’ll hang my tears to dry”. No cuesta imaginarse a Diana Krall sucediendo a Helena y a Hécuba cuando tomaron el relevo de Andrómaca lamentándose sobre el cadáver del desdichado Héctor. Pura compasión femenina capaz de alcanzar las entrañas del frío connaisseur jazzístico. Todavía recuerdo cómo dejaba caer el libro que mis manos sostenían al escuchar las primeras estrofas del “How can you mend a broken heart”. Suceso llamativo si tenemos en cuenta que interpreta una canción de Barry y Robin Gib, más conocidos por ser los hombres que pusieron música a los movimientos pélvicos de Travolta en “Fiebre del sábado noche”. Como digo, a la altura del Olimpo.

Un poema de Rilke que parece oportuno sacar a relucir decía: “música, tú, extraña. Tú / espacio del corazón desprendido de nosotros: / tú, nuestro más íntimo espacio”. Pues eso es la música de esta Streisand canadiense.

A todos nos llega el momento, antes o después, en que la música que escuchamos empieza a hablar por nosotros, de nosotros y, todavía más importante, nos habla a nosotros. Pasarte una vida entera, o aun cinco minutos, perdido en un océano de indiferencia electrónica y griterío dionisiaco deja secuelas permanentes, como el cine español. El gusto es algo muy privado y muy público a la vez, y si es malo suele ser universal. ¡Ojalá podamos decir al final del día lo cantado en “Devil May Care”!: “When the day is through, I suffer no regrets”.

Tristes son las canciones y tristes las melodías. Será que la máxima de Plotino, “el infortunio estimula las investigaciones filosóficas”, es acertada. Nuestra Diana hace verdadera la fórmula antigua del per aspera ad astra. Es la música de nuestros corazones rotos que encuentran la acogida, el descanso, la redención. Todo es tiempo paralizado y sentimiento que resurge, nada de sentimentalismo de radio ochentera. El dolor no se hace más soportable porque lo cante una semi-adolescente medio despelotada. No, el dolor aquí es más intenso, más silencioso y profundo porque va cantando al alma. Y por eso también es más ligero, que ya lo decía Updike: “el amor aligera el alma”. Pocas cosas duelen tanto como el abandono vital de “A case of you”, acaso la mejor interpretación de los versos de Joni Mitchell.

Por si fuera poco, nuestra nativa de Nanaimo surca también los mares del juego pianístico. Escucha sus golpeteos de teclado selecto en su magistral “Live in Paris”. Rubato y técnica deslizándose por los blancos y negros esquemas chopinianos. Las nocturnas de Chopin agradecerían un intérprete del estilo clásico romántico que hiciese lo mismo que la Krall con el manido “Let’s fall in love”. Un piano que acompaña y no retrae la batuta perfecta sobre la que delimitar toda la función. El mago Bill Evans y el inconfundible Thelonious Monk seguro que sonríen mientras se toman ese jack on de rocks con su querido amigo Lizt, Mefistófeles con sotana.

¿Y cuando disfrutar de esta Diana de micrófonos y ropajes de algodón de Zara?

A mí me basta para acompañar el sueño en una tarde de marzo antes de un partido del Seis Naciones. Treinta minutos precedidos de hamburguesas y Delirium Tremens de abadía belga. Wilkinson, O’Driscoll, y los Williams galeses se ven mejor después de este proceso. También me sirve en una tarde lluviosa de noviembre, plegado entre mantas y jugueteando con los flecos; la poesía de Rimbaud apoyada en el regazo y la mirada fija en el lento caer de la lluvia que no cesa, gota a gota encharcando las aceras de la ciudad del sur.

¿Lo mejor de todo? Que esta Diana no es la única. Allí, por el mundo, hay muchas otras; esta es la que he elegido yo, o ella me ha elegido a mí, eso ya no lo sé. Por el camino de los franceses surge una diosa del sincretismo musical envuelta en melodías de terciopelo libertino. Prueben el “Our love is easy” que todo lo perturba de Melody Gardot y el homúnculo de Fausto les empezará a parecer un ser de proporciones tragicómicas. Junto a ella se incorpora al pináculo de la musas una belleza de estricta observancia estética, una personificación de la Pallas más neoclásica. Una Madeleine Peyroux que en “Half the perfect world” dibuja un Kandinsky con cerámica cretense, ahí es nada.

Además de ella muchas más, para qué engañarnos. Ruthie Henshall, Steisand, Ella Fitzgerald, Norah Jones –si a uno le van esas cosas- Lilly Allen o Sophie Milman, escojan la suya. El corazón del hombre está limitado a pocos amores verdaderos, incluso podríamos aventurarnos a decir que sólo hay uno en la vida y que todo lo demás viene por añadidura, será tal vez eso. Pero puestos a elegir, que me dejen una copia de “Live in Paris”, que lo demás ya me lo busco yo solito.

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