La jauría humana

La jauría humana

“La jauría humana” (The Chase) es el título de una película estrenada en el año 1966. Dirigida por Arthur Penn, Robert Redford interpreta a un preso que escapa de prisión y acaba retornando a la pequeña ciudad de Texas en la que vivía. Este hecho, sumado a que su compañero de fuga matase a una persona a la que robaron el coche, viéndose por lo tanto involucrado en otro delito mayor, altera el apacible clima del pueblo y desata el caos, quedando como único garante de la justicia su sheriff, caracterizado por Marlon Brando, quien deberá lidiar con las iras de una muchedumbre furiosa que pretende tomarse la justicia por su mano. En la senda de este sobresaliente filme se encuentra “The Hunt”, dirigida por el danés Thomas Vinterberg, preestrenada en el pasado Festival de Cine Europeo de Sevilla. Narra la historia de un profesor de guardería, también de un pequeño pueblo, interpretado por Madds Mikkelsen, que por un malentendido es acusado de abusar sexualmente de los niños a los que cuida, entre los que se encuentran los hijos de sus mejores amigos, en un ejemplo de cómo a veces un grano de arena acaba convirtiéndose en una montaña.

Ambas películas giran en torno a una cuestión puesta en entredicho hoy día cual es la presunción de inocencia. Desde el punto de vista jurídico, este derecho queda consagrado en el artículo 24 de la Constitución Española: “Asimismo, […] todos tienen derecho a la presunción de inocencia”, lo que, en palabras del Tribunal Constitucional en la sentencia 31/1981, «ha dejado de ser un principio general del derecho que ha de informar la actividad judicial para convertirse en un derecho fundamental que vincula a todos los poderes públicos y que es de aplicación inmediata«. La sentencia 81/1998 del Alto Tribunal la ha definido como “el derecho del acusado a no sufrir una condena a menos que la culpabilidad haya quedado establecida más allá de toda duda razonable«. Los pilares claves de este derecho son la libre valoración de la prueba por los tribunales, y la validez y la licitud de los medios de prueba utilizados en el juicio oral. Como podemos observar, la presunción de inocencia está garantizada desde la perspectiva del ordenamiento jurídico. Ahora viene la pregunta: ¿y desde el punto de vista social?

Si vemos el televisor o leemos los periódicos, podemos observar comportamientos que van desde el agolpamiento de la muchedumbre a las puertas de los juzgados en los juicios más mediáticos, profiriendo insultos a todo el que pasa por allí, a las manifestaciones orquestadas para tambalear los cimientos del sistema con el pretexto de pedir justicia, pasando por la emisión de juicios paralelos o valoraciones de diversas personalidades públicas extendiendo un comportamiento criminal singular a todo un grupo, gremio o empresa. La variedad de casos de corrupción que cada día salen a la palestra han hecho que estas conductas se hayan convertido en habituales en este país que, cada día más asfixiado por las circunstancias económicas y más inestable socialmente, exige ajusticiar rápidamente a todo aquel que parezca haberse enriquecido ilícitamente.

Toda esta situación viene multiplicada por el exceso de tanta tertulia radiofónica y televisiva, bien acomodada en su condición de cuarto poder que le atribuyera Thomas Carlyle, y por las redes sociales, que en el acotado espacio delimitado por 140 caracteres se permiten difundir y condicionar la opinión de todos aquellos enganchados a la telaraña de estos nuevos instrumentos de juicio y presión social. En todo caso, no importa la procedencia de la información, ni el fundamento de la opinión. Ni siquiera importa si se lee o no la noticia, mientras haya un titular altisonante. Da la impresión de que lo que importa es el ruido que se haga.

Este ruido mediático comporta, a mi juicio, una manipulación. Es el utilizado por los grupúsculos más radicales de la sociedad para alzar la voz, salir a la calle y orquestar su revolución; es el usado por ciertos partidos políticos para buscar beneficios políticos aprovechando las debilidades sobrevenidas del oponente; es el que acaba alterando el orden social, en un país donde las pancartas, las cacerolas, los silbatos, las consignas facilonas y los gritos tienen más fuerza que la verdad. Porque la verdad no atrae cuando hay muchos intereses en juego. Lo que interesa es el ruido.

Y la verdad, generalmente, sale a la luz con la publicación de las sentencias que resuelven el caso concreto. La justicia es lenta por naturaleza, y en el momento en que se aclaran los hechos, se redactan los fundamentos jurídicos y se publica si el sujeto en cuestión es culpable o inocente, el daño del juicio mediático ya está hecho. Y en el supuesto de la inocencia, lo que fue en su momento una portada escandalosa, un titular rompedor, una fotografía a página completa, un sinfín de editoriales y artículos de opinión, un avance informativo o una sarta de programas especiales, acaba convirtiéndose en un ínfimo recuadro en las páginas finales de la sección de “Nacional”, en una escueta rectificación escondida en los rincones más sórdidos de los periódicos, o en un “si te he visto no me acuerdo” en el caso de la prensa televisiva. Teniendo en cuenta que, salvo los juristas, escasas personas encuentran entre sus aficiones leer una resolución judicial o el Boletín Oficial del Estado, el sambenito ya está puesto de por vida.

De la misma manera en que los rabiosos habitantes del pequeño pueblo tejano apalean y encierran en su propia comisaría al sheriff, o en que los amigos del profesor de guardería marginan, señalan, insultan y hacen de su vida un suplicio, el menosprecio a la presunción de inocencia comprende el abandono de los principios que deben regir un Estado moderno. Y aunque estas historias sean fruto de la ficción cinematográfica, no se alejan en demasía de la realidad. Una situación flagrante es el caso de Johann August Sutter, narrado por Stefan Zweig en su obra “Momentos estelares de la Humanidad”. Sutter, pionero suizo que se adentró allá por 1839 en las por entonces tierras salvajes de California, logró convertirse en el mayor terrateniente de Norteamérica gracias a la fundación de la colonia “Nueva Helvecia”. Cuando en 1848 se encontró oro en sus latifundios, paradójicamente aconteció su ruina cuando las decenas de miles de buscadores invadieron y se instalaron en sus tierras. Sutter recurrió a la justicia, y el día en que un juez decretó el derecho del suizo sobre sus predios, la jauría humana, la chusma siempre dispuesta al pillaje, disconforme con la decisión, entendió que incendiar los tribunales y linchar al juez era la mejor forma de “recurrir” la sentencia. Sutter lo perdió todo en esta desventura, y pasó el resto de su vida mendigando y vagando en torno al Palacio de Justicia de Washington. Triste final para el que fuera apodado “el hombre más rico del mundo”

Aunque las guadañas y las antorchas se hayan sustituido por las pancartas y los insultos, no se hace justicia poniendo a los imputados en el blanco de todas las miras. Y las miras son muchas en este país donde la envidia, la bajeza y el cainismo están integrados en esta sociedad de gatillo fácil. “Nosotros somos quien somos”, escribió Gabriel Celaya. Y es lo que hay. Es posible que el ansia exacerbada de justicia rápida sea algo innato a las sociedades, pero, como he dicho antes, un Estado moderno debe procurar que el linchamiento público no se lleve a efecto. Sin embargo, este propósito es una utopía si la llamada opinión pública se gesta a través de la prensa sensacionalista, las redes sociales o los comentarios del vecino.

Las películas con las que he comenzado el artículo y que he utilizado para ilustrar esta exposición acaban con final diferente (que evidentemente no relataré), pero con la misma moraleja. Conseguir que en una sociedad moderna no se repitan los casos de Sutter, el preso huido o el profesor de guardería es tarea de la propia ciudadanía. Aunque mucho me temo que la justicia paralela del gentío seguirá existiendo. Si bien, por mucho que ésta provenga del pueblo siempre soberano, la cita de Cicerón seguirá per secula seculorum gozando de la categoría de axioma: “la muchedumbre es juez despreciable”.

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