Lo desconocido que desconocíamos

Lo desconocido que desconocíamos

La teoría del conocimiento (eso que desde Aristóteles siempre se había llamado epistemología) tuvo uno de sus momentos estelares el 12 de febrero de 2002 cuando Donald Rumsfeld, por entonces Secretario de Defensa de los Estados Unidos, respondió en una rueda de presa a la pregunta de un periodista, en relación con la guerra de Irak, con la siguiente frase memorable: “There are known knowns; there are things we know that we know. There are known unknowns; that is to say, there are things that we now know we don’t know. But there are also unknown unknowns – there are things we do not know we don’t know”.

Rumsfeld venía a decir, en suma y en castellano, que hay hechos conocidos que sabemos, esto es, hay cosas que sabemos que sabemos. Añadía que sabemos que desconocemos ciertos hechos, es decir, sabemos que hay determinadas cosas que no sabemos. Hasta aquí nada original. La novedad de la frase, y lo que la hizo mundialmente famosa, estaba en su tercera parte: también hay cosas que desconocemos que desconocemos, aquellas que no sabemos que no las sabemos. Se trataba de los famosos “unknown unknown”, después incorporados ala jerga anglosajona de militares e ingenieros bajo su abreviatura unk-unk, y definidos como “[…] something, such as a problem, that has not been and could not have been imagined or anticipated”.

Aunque Rumsfeld ganó en su día un reconocido premio “por haber pronunciado la frase en inglés más incomprensible enunciada por una personalidad pública en 2002” (en reñida competencia con Chris Patten, quien había afirmado que “después de haber cometido un suicidio político, el Partido Conservador vive ahora para lamentarlo”), lo cierto es que sus afirmaciones tienen mucha más hondura de la que a primera vista sugieren. No son una boutade en absoluto. Saber en cada momento distinguir entre lo “Known and Unknown” (con este título publicaría después Rumsfeld sus memorias) y, por lo tanto, limitar el campo de nuestras certezas y de nuestras incertidumbres, es la clave de la inteligencia humana.

En estos últimos días hemos conocido algo que desconocíamos que desconocíamos. La “evidence” (el término inglés se suele traducir al castellano, con impropiedad, como “evidencia” cuando en realidad quiere decir prueba) ha sido facilitada por los diarios The Guardian y The Washington Post. El hecho “desconocido” que han revelado aquellos diarios ha sido casi inmediatamente matizado –o, desde otra perspectiva, justificado- por el gobierno de los Estados Unidos, con su presidente a la cabeza. Obama ha declarado que no se puede tener simultáneamente el cien por cien de privacidad y el cien por cien de seguridad, lo que parece bastarle para legitimar una operación masiva de espionaje a nivel global.

En síntesis, las informaciones publicadas por ambos diarios ponen de manifiesto que los servicios de inteligencia norteamericanos, especialmente la National Security Agency, la conocida-desconocida NSA, han estado utilizando ciertos programas de vigilancia y determinados sistemas informáticos (unos y otros bajo las denominaciones de Boundles Informant y PRISM) para interceptar las comunicaciones electrónicas, por internet o por teléfono, de millones de personas en todos los países del mundo. Las informaciones se pueden consultar en las páginas de los diarios The Guardian (entre otros, su artículo de 8 de junio de 2013 “Boundless Informant NSA data-mining tool – four key slides”) y The Washington Post (artículo de 6 de junio de 2013 “US intelligence mining data from nine U.S. Internet companies in broad secret program«.

Sobre la legalidad, autoproclamada por el gobierno estadounidense, y sobre la legitimidad, negada por muchos, de estas actuaciones se está escribiendo y se escribirá en los próximos meses. El diario El País titulaba su editorial de 9 de junio de 2013 “Espionaje y libertades. La vigilancia masiva y secreta de las comunicaciones en EEUU socava la democracia”. Algo parecido sucedió con fenómenos anteriores (recordaremos la polémica sobre Echelon) y no parece que las controversias o las críticas entonces suscitadas hayan servido para evitar su repetición. La dialéctica entre el derecho a la privacidad, incluido el secreto de las comunicaciones, y las exigencias de seguridad siempre será objeto de debate y no es fácil encontrar un punto de equilibrio: algo nos podría ayudar la traslación a este campo de las categorías o nociones físicas de equilibrios estables, inestables e indiferentes.

Todo ello se enmarca en el contexto de la “guerra contra el terrorismo” iniciada en los Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. La reacción legislativa subsiguiente (la Patriot Act) y la autorización que el Congreso otorgó al Presidente para usar “all necesary and apropriate force […] in order to prevent any future acts of internacional terrorism” fueron el inicio de un fenómeno de colisión entre las garantías constitucionales y las actuaciones gubernativas que, al desconocerlas o limitarlas, resultaban justificadas por normas legales más propias de los estados de excepción. En su libro The Rule of Law (2012), del que recientemente ha aparecido una reseña en www.ensilencio.es, el juez británico Lord Bingham dedica un insuperable capítulo a analizar las hoy singularmente difíciles relaciones entre el terrorismo y el Estado de Derecho (Terrorism and the Rule of Law), uno de cuyos epígrafes está dedicado precisamente a la “heightened surveillance by governmental authorities of member of the public”.

Con ser muy graves los hechos que en estos últimos días vamos conociendo, hay dos aspectos que resultan especialmente preocupantes. El primero es que en su origen parecen encontrarse disposiciones jurídicas secretas, esto es, privadas de publicidad. Nadie pretende, como es obvio, que se ofrezca sin más a la luz pública la actuación de los servicios de inteligencia. Pero las normas que regulan su actuación y marcan sus límites deberían ser aprobadas por los parlamentos respectivos, o lo que es lo mismo (o debería serlo) por los ciudadanos a quienes éstos representan, en un régimen de publicidad. Si hubiera una norma que autorizara a las agencias de seguridad norteamericanas a realizar el espionaje de las comunicaciones electrónicas de cualquier país del mundo, con la sola justificación de que puedan ser reveladoras de datos para la lucha contra el terrorismo, al menos deberíamos conocer su existencia.

En Europa tuvimos, salvadas las distancias, un precedente similar, afortunadamente rechazado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Cuando el Parlamento y el Consejo, también como reacción a los atentados del 11-S, aprobaron un reglamento (el 2320/2002) sobre medidas de seguridad en los aeropuertos, dispusieron que la Comisión podría establecer determinadas medidas que se mantendrían secretas para el público y sólo serían puestas a disposición de las autoridades competentes. La Comisión así lo hizo y aprobó su propio Reglamento (622/2003) que incluía un anexo, secreto, de productos prohibidos a los pasajeros. El Tribunal de Justicia declaró en la sentencia de 10 de marzo de 2009 que dicho reglamento carecía de fuerza vinculante, precisamente por no haber sido publicado con carácter oficial.

El segundo elemento de preocupación adicional es que el secreto parece haberse impuesto incluso a los operadores (Google, Verizon, Yahoo, entre otros) que facilitan, mediante sus servidores y sus programas, la comunicación electrónica global. Alguno podrá dudar de su sinceridad pero lo cierto es que los comunicados de aquellas empresas son tajantes. El post que con fecha 8 de junio de 2013 incorporan al Oficial Blog de Google Larry Page, su CEO, y David Drummond, Chief Legal Officer de la misma empresa, en relación con los “press reports alleging that Internet companies have joined a secret U.S. government program called PRISM to give the National Security Agency direct access to our servers” desmiente categóricamente que se haya producido tal acuerdo. Google afirma, por el contrario, que “the U.S. government does not have direct access or a “back door” to the information stored in our data centers” y que ella misma se limita a facilitar a los gobiernos que se lo piden, conforme a las leyes aplicables en cada caso, los datos requeridos en cada caso, no de modo global.

Si esto es así y se confirmara la veracidad de las noticias publicadas por The Guardian y The Washington Post, la preocupación resulta aun mayor. Pues estaríamos en un escenario en el que, sin necesidad siquiera de la “cooperación” de las empresas que protagonizan las comunicaciones electrónicas en todo el mundo- y, por supuesto, al margen de los gobiernos de los países cuyos ciudadanos son espiados- nuestras búsquedas en internet, las conversaciones telefónicas o electrónicas que mantenemos, los sms o whatsapp que enviamos, los sitios que visitamos, en suma, nuestra vida digital en bloque, queda expuesta –sin que nadie nos hubiera dicho que así podía ser- a la vigilancia ilimitada y generalizada de unos funcionarios norteamericanos. Como en el post al que antes nos referíamos afirma el propio Larry Page (a quien no parece que se pueda calificar de activista radical en defensa de la privacy), “we understand that the U.S. and other governments need to take action to protect their citizens’ safety—including sometimes by using surveillance. But the level of secrecy around the current legal procedures undermines the freedoms we all cherish”.

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