¡Mueran los intelectuales!

¡Mueran los intelectuales!

Con José Millán-Astray pasa lo que con tantos otros secundarios de la historia: que han quedado inmortalizados en el lienzo de la memoria con único escorzo, sin matices ni notas al pie, como si sus ya heroicas, ya temibles existencias se compendiasen en ese instante congelado y eterno. Sucede que la anécdota que mantiene vivo al fundador de la Legión, aquella en la que el rudo militar se embravece ante Unamuno, dista un trecho de asemejarse a lo que nos contaron. Los testimonios más fiables coinciden en que Millán-Astray espetó “muera la intelectualidad traidora” en lugar de “¡mueran los intelectuales!”, aunque no será el que firma quien discuta que la célebre pero falsa sentencia le cae como un guante al feroz soldado sin ojo, sin brazo y con cinco extremaunciones a sus magulladas espaldas. El propósito de este artículo es largamente más modesto: profundizar en la semántica y en la evolución del palabro intelectual.

El diccionario de la Real Academia, siempre útil para ilustrar el hieratismo de los solemnes académicos, quienes parecen ser los últimos en percatarse del rodaje de la lengua, define al intelectual como el individuo entregado al cultivo de las ciencias y de las letras. Esta definición peca, primeramente, de una ingenuidad pastoril que espanta, puesto que de la misma quedan fuera la mayor parte de los que llevan la bandera –o la pancarta– de la intelectualidad hoy; ¿acaso Ana Belén, Willy Toledo o el Gran Wyoming aparecen en el imaginario colectivo como ciudadanos pasionalmente entregados al cultivo de las ciencias –¡Quiá!– o de las letras –¡Quiá!, ¡Quiá!–? Y sensu contrario cabe inquirir: ¿Incluye el hombre medio en el gremio de los intelectuales a todos aquellos que trabajan en el campo de la ciencia o de las letras pero al margen de cualquier adscripción política? Algo huele a quemado si tenemos por intelectual a un ayudante de sonido en cortometrajes o a un percusionista folk pero no a un catedrático de Derecho de derechas.

De todo esto diserta el profesor Antonio Martín Puerta en su reciente libro “El franquismo y los intelectuales” (Ed. Encuentro). El autor reconoce el origen del concepto contemporáneo de intelectual en el desarrollo del affaire Dreyfus, en la Francia finisecular. Con su J´Accuse, Emilio Zola animaba a los franceses más o menos relacionados con las cultura –a los maestros en particular– a tomar partido en la vida política francesa. Los anti-dreyfusistas acuñaron el calificativo Intellectuels para designar peyorativamente al colectivo de personajes de la cultura, el arte, y las ciencias, con Zola y Anatole France a la cabeza,  que criticaban el injusto encarcelamiento del capitán Dreyfus. Desde entonces, el concepto fue perdiendo progresivamente sus vínculos con el intelecto hasta pasar a etiquetar a quienes ponen su trabajo profesional al servicio de la causa política de izquierdas. Hay, por tanto, en la palabra intelectual un componente ideológico sin el cual el concepto se desvirtúa. Me sorprende, en consecuencia, la candidez de Azorín, el cual, nada menos que a mediados del siglo XX, sostuvo: “Intelectual es un hombre inteligente, un hombre preocupado de los problemas sociales y filosóficos, amante de las cuestiones estéticas y morales, seguidor del movimiento intelectual de su tiempo, al tanto de lo que sucede en otros países, etc., etc. Y, al mismo tiempo –el complemento es de gran valor–, íntegro en su conducta, escrupuloso, sincero, honrado, en suma”. No hace falta largura de entendederas para advertir que nada vincula a la voz intelectual, mal que le pese a José Augusto TrinidadAzorín, con la inteligencia o la honradez.

¿Cuáles son, entonces, las notas definitorias del término? Para responder a este interrogante, hemos de trazar una gruesa medianera entre dos planos clásicos: el deontológico y el ontológico; lo que debería significar y lo que, al fin y a la postre, significa. Dicho en otros términos, según las definiciones ingenuas –la de Azorín y la de la Real Academia, por ejemplo, o la de García Morente: los que usan como instrumento de trabajo exclusiva o principalmente la inteligencia–, el intelectual sería un tipo que contribuye al progreso social con un labor intelectual crítica. Cuatro son las características apreciables en esta definición idílica del intelectual, a saber: inteligencia probada, laboriosidad, normalidad y libertad. Empero, desde finales del XIX el concepto emprendió un camino que le ha llevado a los fueros por los que hoy campa, donde los rasgos clave serían, por el contrario, el amateurismo, la excentricidad y el sometimiento al poder.

No creo descubrir nada cuando afirmo que el intelectual del siglo XX y de lo que llevamos del XXI se perfila como una suerte de funcionario cultural o de comisario político en el ámbito de la cultura. Lo que le permite ganarse el título no es su prestigio profesional, ni su contribución artística, científica o de pensamiento a la sociedad de su tiempo, ni tampoco su espíritu libérrimo o su capacidad para remover las conciencias. Priman hoy el mal gusto y la excentricidad como méritos más que suficientes para que le cuelguen a uno la medalla, y para granjearse el mecenazgo de las élites políticas.

Aceptar la nomenclatura, las denominaciones de la izquierda, supone perder media batalla porque quien determina las reglas del juego gana siempre. Es por ello que no presumo ambición más ridícula para el hombre de letras que la de mendigar el reconocimiento de la intelectualidad oficial, pues para quien marca los términos del debate, esto es, para la izquierda, la intelectualidad no es más que una adscripción política. Gracias a una perseverante y eficacísima manipulación del lenguaje, la izquierda ha hecho del término “intelectual” un concepto-oposición, lo mismo que ha logrado con la referencia “de derechas”. Se trata de enormes sacos en los que meten a quienes les place: es de derechas el que no es de izquierdas –uno es de derechas como se era gentil para los judíos o bárbaro para los romanos–, y es intelectual el que, con independencia de cualquier mérito profesional, actúa en su oficio como prosélito de las far-left politics; el talento se le presupone, como el valor en el ejército, y se sustituye oficio por militancia.

Tras este estudio teleológico precario, aun veraz, del vocablo intelectual, queda claro que la actitud más responsable que cabe adoptar al respecto no es otra que la de huir del término, renunciar a su empleo, rompiéndole así la cintura a la intelectualidad de pancarta y pegatina. Además, las alternativas que el castellano ofrece son pingües: hombre de letras –como Garcilaso–, sabio, artista, erudito, escribidor –como Vargas Llosa–, ilustrado, juntaletras, docto, letrado, sapiente…, y tantas otras. Pero intelectual jamás. Tal vez si hubiera conseguido suavizar el aguerrido Millán su tono desabrido, la catilinaria que disparó a Unamuno al ritmo de marcha militar no habría causado tanto rechazo. ¡Muera la intelectualidad traidora! Suscribo.

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