Radicales, con perdón

Radicales, con perdón

“Perdona mi sinceridad: con ese modo de actuar, caes en la intolerancia —que tanto te molesta— más necia y perjudicial: la de impedir que la verdad sea proclamada”.

A causa del conocimiento histórico precario que venteamos los de mi generación, a menudo asociamos el término radical con aquel partido de la Segunda República que pulverizó la afición al estraperlo de su mandamás Alejandro Lerroux. Sin embargo, he averiguado de improviso que los partidos radicales abundaron en los cinco continentes antes de convertirse el adjetivo radical en síntoma de posesión demoníaca y motivo de condena a muerte civil. Por esta razón creo no descubrir nada si afirmo que la recuperación de esa radicalidad de las ideas bien que nos serviría ahora como revulsivo contra la nada absoluta en que han devenido las sociedades occidentales. Émulos del Príncipe de Salina en el Gatopardo, presenciamos el fin de una época y el nacimiento de otra dominada por intereses más inmediatos; y en ella serán los que apelen a la verdad radical, sin ambages, los que eviten que todo se apacigüe en un montoncito de polvo lívido.

El hombre se encuentra a medio camino entre la verdad y la nada, y tiene que elegir. Y será solamente con posiciones radicales como cubrirá la distancia que le separa de la verdad, o más bien de la imagen menos infiel de la misma que se pueda distinguir en esta caverna nuestra. La verdad, como las virtudes, no admite medianías, moderación, ni matices. Del latín radix-icis, el radical apunta siempre directamente a la raíz, al núcleo de lo esencial; desbroza el terreno primero, y toma distancia para apreciar el todo después; es ajeno a modas y a masas, pues la verdad es una, proclámela quien la proclame, proclámese o no se proclame; confía en la autonomía ontológica del bien y del mal más allá del consenso; y, de ser preciso y aun a riesgo de ser tomado por loco, se encaramaría a un árbol hasta el día de su muerte, o a una idea, con tal de no traicionarse, al estilo de el barón rampante de Calvino.

Algunos semiólogos o semióticos, estudiosos de la simbología, como Umberto Eco o Jean Baudrillard aseguran que la cultura de los símbolos ha atravesado tres períodos históricos: hasta la llegada del liberalismo capitalista, el símbolo pretendía representar alguna cosa; pensemos, por ejemplo, en la liturgia católica. En la sociedad de consumo capitalista, el símbolo pretende ocultar alguna realidad; se trata, por tanto, de mera propaganda: Coca-Cola, la chispa de la vida. Por último, en la sociedad tecnológica de nuestro tiempo, el símbolo trata de ocultar la ausencia de realidad. La democracia, el Estado del bienestar, el sexo y el consumo desbocados, erigidos en nuevos dioses virtuales, aspiran a tapar las vergüenzas de nuestro cuerpo realmente desnudo. Frente a esto, necesitamos aferrarnos a todo aquello que tenga un sentido de verdad, o dicho de otra forma, buscamos sin saberlo el cobijo de la radicalidad de la verdad, que se basta a sí misma, postulada entre otros por Ortega y Gasset.

La escasez y el hartazgo propios de esta y de todas las crisis favorecen el desenmascaramiento de toda clase de impostores. Conviene recordar, a propósito de impostores, la lección que nos enseñó Boadella en su colosal obra Daaalí (1999): entre una pared desconchada y una obra de Tàpies hay una diferencia de un millón de dólares, pero el establishment se cuida mucho de tratar de acomplejar al que se atreve a poner en cuestión la calidad del cuadro, es decir, a descorrer el velo aparente que oculta la verdad luminosa y trascendente. Se cumple lo de Baroja: el arte es el espíritu del tiempo reflejado en el espíritu del hombre. Las ideas moralmente asépticas que pontifican los prebostes del tolerantismo acrítico no valen nada pero se venden muy caras; de ellas somos esclavos y lo seguiremos siendo mientras la sociedad civil no se deshaga de esos apóstoles de la levedad que impiden que la verdad sea proclamada. En definitiva, no podemos aceptar sus premisas porque quien decide los términos del debate gana siempre: que Tàpies era un impostor y que ser radical no es tan malo lo piensa todo el mundo; ahora toca decirlo.

Todos coinciden en que atravesamos una crisis múltiple y profunda, pero no muchos advierten que más que una crisis de funcionamiento del sistema se trata de una crisis del sistema mismo. Más allá de cualquier diagnóstico económico o político, queda meridianamente claro que los cimientos de barro que sostenían la torre de Babel no han soportado los envites de la corrupción humana y que urge sustituirlos por otros, hechos de un material incorruptible. Si los imperios humanos se apoyan únicamente en el consenso –de por sí poco fiable– tarde o temprano se desploman con estrépito. Pienso que, para que sobrevivan, nuestras construcciones sociales han de edificarse sobre el fundamento de la verdad –que es inmune a cualquier temblor– y esto exige el anclaje a férreos pilares de virtud moral. El pensamiento radical se propone ofrecer una visión omnicomprensiva de la realidad y eficaz a largo plazo, con la virtud personal como eje dinamizador.

¿Y cómo se es radical? ¿Dónde hay que apuntarse? ¿El radical nace o se hace? Pues bien, a modo de recetario merece la pena reseñar que el radical tiene la gallardía de manifestarse abiertamente inactual y toma nota del pasado, ya que parece poco probable que hasta la revolución francesa todos los pobladores de este planeta fueran imbéciles. Considera, como Séneca, que la felicidad está en no buscarla y que eso de la autorrealización y de encontrarse a uno mismo es una soplapollez gregaria y mezquina como tantas otras. El radical no se apea de sus convicciones a ningún precio, muy al contrario, normalmente tiene que subvenir un peaje muy alto: el del ostracismo. El radical arrastra a otros con su ejemplo concreto. El radical de hoy se muestra, por último, inevitable y felizmente reaccionario: quiere reinstaurar un exoesqueleto de moralidad y ejemplaridad pública asumiendo que el primer interpelado es él mismo.

El Príncipe de Salina, vencido por la inanidad moral en que se tradujo la reunificación italiana bajo el imperio de la nueva élite burguesa, resolvió entregarse sin solución de continuidad a la melancolía más acerba en espera de la muerte. Poco o nada ha cambiado desde entonces. Toda una civilización se tambalea impotente y sin recursos morales. La mayoría de las veces, el ciudadano actual, sabedor de la colosal mentira de la que se ocupa este artículo, recorre el camino del ilustre personaje lampedusiano y decide echar el cerrojo de su particular cárcel de oro entre extenuantes esfuerzos por no sucumbir. Siendo esta opción merecedora del mayor de mis respetos, yo prefiero ilusionarme con la actitud audaz de un potencial puñado de reaccionarios que, cautivados por la verdad, ose proclamarla a voz en grito y decirle al rey –y al pueblo– que está desnudo, como en la fábula de Andersen, y que no se ha dado cuenta.

Share on facebook
Share on twitter
Share on linkedin

ÚLTIMOS ARTÍCULOS

SECCIONES

Suscríbete a nuestro boletín

Sé el primero en recibir nuestros contenidos.

Share on facebook
Share on twitter
Share on linkedin

ÚLTIMOS ARTÍCULOS

SECCIONES

Suscríbete a nuestro boletín

Sé el primero en recibir nuestros contenidos.