¿Y si recuperamos el ostracismo?

¿Y si recuperamos el ostracismo?

Cuenta Plutarco, al narrar entre sus vidas paralelas la de Arístides (capítulo VII), en qué consistía la práctica del ostracismo en Atenas: “Explicaremos en pocas palabras lo que era aquel medio: tomaba cada uno de los ciudadanos una concha, y escribiendo en ella el nombre del que quería saliese desterrado, la llevaba a cierto lugar de la plaza cerrado con verjas. Contaban luego los Arcontes primero el número de todas las conchas que allí había, porque si no llegaban a seis mil los votantes, no había ostracismo. Después iban separando los nombres, y aquel cuyo nombre había sido escrito en más conchas era publicado como desterrado por diez años, dejándosele disponer de sus cosas”.

La práctica del ostracismo se prestaba a ciertos abusos pero tenía un trasfondo, diríamos, “democrático”. Cuando la polis no podía soportar por más tiempo a quienes usaban de un poder inaguantable, los ciudadanos escribían en las famosas conchas (ostras) el nombre de quien debía abandonar Atenas. El ostracismo no era “pena de alguna mala acción, sino humillación y castigo del orgullo”. La polis, sin “usar medios insufribles […] se libraba, con una mudanza de país por diez años, de una incómoda molestia” (siempre Plutarco).

El mismo historiador admite que el ostracismo produjo buenos resultados (“sujetaba a esta especie de destierro a hombres bajos y conocidamente malos, de los cuales el último fue Hipérbolo”) pero que en otros no era sino “un suave consuelo de la envidia”. Precisamente así sucedió con Arístides cuya vida nos narra: “concurriendo, pues, a la ciudad de todas partes, destierran a Arístides por medio del ostracismo, apellidando miedo de la tiranía lo que era envidia de su gloria”.

Las órdenes de destierro, el exilio forzoso fuera de la polis o fuera de la cives eran, en la antigüedad, una solución no particularmente traumática a la que acudían los titulares del poder cuando querían quitarse de en medio, sin derramar sangre, a contrincantes peligrosos o a adversarios caídos en desgracia. Algunos de ellos volvían, después, llamados a ocupar las más altas magistraturas cuando el poder cambiaba de manos. Séneca, desterrado a Córcega al comienzo del reinado de Claudio a instancias de Mesalina, retornaría a Roma ocho años más tarde para tener una influencia decisiva en los primeros años del reinado de Nerón.

La tradición del exilio, ya sea el impuesto por una orden política o el voluntariamente decidido para prevenir otros males mayores, ha continuado hasta nuestros días. No voy a referirme a este último sino al destierro ordenado por quien ostenta (o más bien detenta, en tantas ocasiones) el poder para acordarlo.

Había en nuestro Código Penal, hasta hace no tanto tiempo (1995), un sucedáneo del ostracismo griego que tenía por nombre la pena de “extrañamiento”. Junto con el confinamiento y el destierro formaban parte aún en 1973 de las penas que restringían la libertad de residencia. La de confinamiento (los a ella condenados eran “conducidos a un pueblo o distrito situado en la Península o en las islas Baleares o Canarias, en el cual permanecerán en libertad, bajo la vigilancia de la autoridad”) podía durar desde un mínimo de seis años y un día hasta un máximo de doce años. El extrañamiento, por su parte, implicaba la expulsión del territorio español por el tiempo de la condena, tiempo cuya duración mínima era de doce años y un día hasta el máximo de veinte años.

Alguien podrá pensar que la existencia de esta pena era un rasgo del autoritarismo propio de la época pero lo cierto es que estuvo presente en algunos de los Códigos penales del siglo XIX y que en plena Segunda República el artículo 150 del Código Penal de 1932 castigaba con la pena de extrañamiento al “Presidente de las Cortes, los Ministros, las autoridades y demás funcionarios, así civiles como militares que en los casos en que vacare la Presidencia de la República impidieren por cualquier medio la elección del nuevo Jefe del Estado”.

A tenor de otros artículos del Código Penal de la Segunda República, incurrían en la pena de extrañamiento el Presidente de la República y los Ministros “cuando legislasen por Decreto fuera de los casos de urgencia previstos en el artículo 80 de la Constitución o sin las condiciones en él establecidas” (artículo 151.5). A la misma pena eran castigados los miembros del Gobierno cuando éste “legislare por Decreto en materias reservadas a la competencia del Poder legislativo sin la autorización del Congreso […] o cuando dispusiere de las propiedades del Estado o tomare caudales a préstamo sobre el crédito de la Nación sin estar autorizado por la ley” (artículo 152). ¡Qué lejos estaba el Memorandum of understanding!

Si hemos expuesto el camino recorrido desde el ostracismo de Arístides hasta los extrañamientos que contenía el Código Penal promulgado por Don Niceto Alcalá-Zamora (Gaceta de Madrid de 5 de noviembre de 1932) no es por hacer un mero ejercicio de historia del Derecho penal. Es, más bien, porque a lo mejor deberíamos retomar esta antigua tradición, sin duda con las reformas necesarias que la acomodasen a los tiempos, para librarnos de algunas “incómodas molestias” que nos atenazan (y de nuevo recuerdo que son palabras de Plutarco, nada menos).

No pondré en estos momentos nombre a nuestras “incómodas molestias”. Las tienen ustedes en los titulares de todos los medios de información, una y otra vez amenazando con desestabilizar las instituciones nacionales desde fuera… o desde dentro. Buena parte de ellas llevan, o han llevado, las siglas de muchas entidades políticas, financieras, sindicales o empresariales de España en los últimos treinta años. Casi todas vinculadas con operaciones turbias cuyo principio rector ya era conocido en tiempos de Virgilio, la auris sacra fames, la maldita ambición de dinero o, como la calificaba el Marqués de Santillana en el Doctrinal de Privados, la “fambre de oro raviosa”.

A nuestras “incómodas molestias” podríamos extrañarles, por un mínimo de diez años, simplemente para que nos dejasen vivir en paz. Podíamos –hoy que el proceso penal es campo abonado para la transacción, previa conformidad del acusado- ofrecerles como alternativa a las penas privativas de libertad la de extrañamiento, con un matiz adicional que también estaba presente en Roma: la fortuna amasada directa o indirectamente a costa del erario público, al erario público ha de volver. Sólo esa condición, pero en todo caso esa condición. El viaje de ida del personaje a uno de los paraísos caribeños (o alpinos) donde solía guardar sus dineros sería simultáneo al viaje de vuelta de éstos, una vez confiscados, al país donde ilícitamente se obtuvieron.

Ya sé que la resurrección del ostracismo tiene sus inconvenientes en un momento en que ni siquiera las penas de destierro gozan de buena prensa. Alguien invocará incluso preceptos constitucionales para oponerse, no menos que declaraciones de derechos humanos de diverso origen. No creo, sin embargo, que se tratara de obstáculos insuperables si el extrañamiento se configura como parte de una transacción con el autor del delito, a quien se ofrece un puente de plata que le evite la prisión, No sería, pues, pena forzosa ni una medida de seguridad impuesta al estilo de las órdenes de alejamiento (estas sí, crecientemente empleadas) sino una solución “negociada” que requeriría la conformidad del acusado, previo reconocimiento de su culpa.

Las ventajas para la “salud pública” no serían desdeñables. Sufrirían sin duda las portadas de los periódicos y las tertulias televisivas, pero el resto de españoles podíamos librarnos de la sensación de hartazgo que padecemos ante el espectáculo, un día sí y otro también, de políticos, empresarios, conseguidores merodeantes de aquéllos y gentes afines, todos ellos realmente insufribles. Y la propia dignidad –ahora diríamos autoestima- de la Nación se recuperaría si consiguiéramos mantener a miles de kilómetros a tanto indeseable (a la vez que repatriaríamos sus ganancias ilícitas) y olvidarnos de su existencia.

Para algunos de nuestros políticos y adláteres el extrañamiento volvería a ser lo que Plutarco ya narraba: “humillación y castigo del orgullo”. Si en España ha sido posible que la corrupción se generalizase hasta donde estamos viendo, en los cuatro puntos cardinales, lo ha sido en gran medida por una mezcla a parte iguales de la “fambre de oro raviosa” y de la sensación de impunidad ligada a la soberbia del poder y de su ejercicio incontrolado. Quienes se creían por encima del resto, más listos que sus conciudadanos, con más resortes de poder bajo los que protegerse, bueno sería que se vieran expulsados (temporalmente) del trato con aquéllos y del país al que en el fondo despreciaban cuando utilizaban sus instituciones con el ánimo de enriquecerse. No tienen ustedes más que pensar en quiénes tienen la iniciativa legislativa para augurar que ningún Plutarco de nuestros días volverá a poner ejemplos de ostracismo y que la lectura del extrañamiento tal como figuraba en el Código Penal de 1932 seguirá siendo una curiosidad de la arqueología jurídica. Seguiremos viendo, si nada lo remedia, a nuestras “incómodas molestias” en el suelo patrio y a sus capitales ilícitos en los paraísos fiscales. Con lo fácil que sería invertir la ecuación…

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